Liberación en los reflejos
Ella escribió la palabra desaparecida, yo anuncié un verano. La chispa del momento fue traída desde el tiempo herido. Le sugerí que regresáramos al evento creado, donde en un segundo nuestras almas habían sido encantadas en el mismo espacio, las dos. Juntas, en aquel lugar, invocamos los símbolos de antaño, besamos las caricias hasta la irremediable despedida. En ese espacio había prisa: una mesa cuadrada, verde, con sillas de acero. Eran las 9 pm. El desarme corrió arrepentido, dudó. Ella, indecisa, consciente de su poder cósmico, no decidió el rumbo de sus decretos. Por instantes, entramos en una especie de magia negra que nuestros corazones rechazaron de inmediato. La dirección fue la búsqueda de la llave que arrancaba la máquina del tiempo, esa máquina que la había encarcelado en sus sueños, manejada en círculos que siempre regresaban a la misma persona, una historia repetida por siglos.
El reloj marcaba las 9 pm. El antídoto para las venenosas ilusiones estuvo a punto de ser entregado en una sorpresiva caja, envuelta en papel sutil, suave, angelical. Abandonamos el diálogo y la mesa, mientras nuestras palabras se abrazaron y reconocieron independientes. Los detalles fueron idénticos: las sonrisas, el cabello rizado, el calor en el cuello al descubrir una sensación de armonía, una sublimación en la convivencia, un reconocimiento, la unidad, el todo. Ella buscó una liga, deseó enredar el cabello, liberar su cabeza del calor propio de entrar y salir del infierno de la desilusión. Finalmente, encontró un lazo: un cordón dorado que envolvía una caja en blanco y negro. Elevó sus delicadas manos y recogió su cabello. La caja de regalo quedó abierta y, dentro, el antídoto gritó por ser succionado. En el fondo, olvidada, estaba una llave plateada.
Caminamos hacia afuera, con rumbo cierto, en curva, la misma curva que, celosa, no soltó la memoria de habernos visto atrapadas en la esfera de la fantasía, el amor, en aquel pasado. Los autos circularon frente a nuestros cuerpos. El reloj finalmente avanzó, sin remedio. Dos cajas ovaladas fueron aferradas a nuestros hombros. Nos sentamos frente a una mesa redonda de acero y soltamos las cajas. Ella ya había recogido su cabello. El aire se coló por su cuello, regaló frescura, otorgó consuelo, compartió ideales. Hablamos de ayudar a una maestra injustamente encarcelada, planeamos contribuir al cese del horror en nuestra frontera. Salimos del pasado y entramos en la ilusión colectiva, en la esperanza de un Juárez mejor.
El ambiente se tiñó de índigo. Las imágenes de los autos, la mesa, la curva, los amantes, las cajas ovaladas, la frivolidad, la venganza, el corazón roto, los vídeos musicales y las letras se sentaron a observarnos desde la silla de enfrente. Habían formado una abeja, aburrida de no insertar su aguijón en nuestros cuellos oreados. Emergió de una de las cajas y se marchó hacia la coladera que desemboca en el río. Entre la confusión que provocaron las despedidas, olvidamos la llave plateada, la que abría y cerraba a placer los viajes mágicos. Cuando regresamos a buscarla, ya un pez la llevaba, movió presuroso la aleta, diciendo adiós y dictando unas palabras inspiradas en una maestra que había sido liberada.