De, Cuentos que no son
Este cuento lo escribí en diciembre de 2015, cuando mi mamá todavía vivía. Fue la última Navidad que pasé con ella, allá en Monclova, Coahuila. Ese día despertamos muy temprano; me mandó al Oxxo por aceite porque iba a cocinar buñuelos, como hoy, yo misma me llevo a Walmart a comprar lo necesario para mi receta secreta de brisket que reparto en mi comunidad.
A ustedes que me leen, espero conocerles pronto en alguna lectura cibervagabunda o en persona o en una feria aunque, esas, ya se chotearon solas.
Las buenas costumbres siguen, siguen.
Recuerdo aquellos tiempos de escritura, haber escrito que parecía como si me acabaran de salir plumas dulces de las manos.
Sin más preámbulo, aquí va el cuento:
1 Buñuelo
El 24 de diciembre, mi madre me despertó temprano, su voz suave, casi tímida, dijo:
–Necesito que vayas a la tienda. Compra aceite, quiero hacer buñuelos.
Me levanté rápidamente, mi corazón se aceleró con la idea de los buñuelos, esos que me recordaban su amor silencioso, el tipo de cariño que no se dice, pero se entrega en cada gesto. Tenía que cruzar varias calles para llegar al supermercado más cercano, pero no me importó. Decidí llevar puesto mi vestido rojo, el que había comprado en la tienda del barrio hacía unas semanas.
A mi madre le encantó el corte del vestido, y, sin perder el ritmo del amasado, me dijo: "Qué hermoso vestido, hijita, te queda muy bien".
Hace mucho que no escuchaba un piropo tan certero de ella, y su aprobación alimentó un segundo, un minuto, las horas y mi vida. Mientras caminaba rumbo a la tienda, el murmullo sobre las cualidades de mi nuevo cuerpo y el vestido rojo se desbordó por el vecindario, como una corriente invisible.
Cuando pasé por el taller mecánico Monclova, varios hombres salieron al paso, se asomaron a verme. "¡Ahí viene, ahí viene, ahí viene, venga, venga!", escuché. La grosería de sus voces me rozó como un rosal, y me sentí pequeña, pero me cubrí con mis manos, tapando mi rostro.
Cuando era joven, odiaba escuchar sus silbidos, les temía a morir, a esa mirada invasiva que no me dejaba respirar. Poco a poco, fui olvidando mi belleza. Comía buñuelos a diario, me calzaba los peores zapatos, y así, invisible, los hombres me dejaron en paz. Escondí mi brillo tras la sombra, sin maquillarme. Permanecí soltera hasta que la vida misma me mostró las flores, los frutos, y el brillo que había dejado atrás. Los veía llegar y retirarse sin miedo, cada estación me daba una nueva lección. Y casi alcanzando los 40, decidí volver a mí.
El primer paso fue prohibirle a mi madre hacer buñuelos, le propuse una dieta balanceada, ejercicio. A vuelta de tres años, me había quitado diez kilos y muchos miedos de encima. Arreglé mi cabello, compré ropa colorida, y el odio que sentía por los halagos empezó a difuminarse. Ya no temí caminar con garbo y alegría frente al taller mecánico aquel 24 de diciembre. Para mi sorpresa, los hombres ya no emitieron una sola palabra. No hubo miradas lascivas ni silbidos, solo sonrisas tímidas.
Les devolví la sonrisa, agradecida, y llegué a casa para escribir esta historia, mientras el humo del aceite penetraba mis ojos, y el primer buñuelo, caliente, recuperaba los años de belleza extraviada.
Nota importante: ESTE ES MI CUENTO