Quinto mensaje.
Tenías trece años cuando el maestro de Español explicaba con meticulosidad los usos del gerundio y el participio, pero tu mirada inquieta no podía quedarse en los márgenes de la pizarra. Suplicabas su atención de una manera que quizá ni tú misma comprendías del todo, y entonces lo hiciste. Escupiste en el cabello largo de la rubia que estaba en la banca de enfrente, invitaste a tu prima, tu cómplice, a materializar la travesura. Era una especie de pacto silencioso entre ustedes dos, una dualidad secreta que se volvía visible en ese instante. Ella, vestida de amarillo, te recordó aquel sueño recurrente en el que tus dientes caían uno por uno, y la niña que recitaba el poema Payaso con precisión inquietante. La risa estalló en tu pecho como una pequeña bomba, mientras el profesor luchaba por atraer tu atención de nuevo al presente, al haber que precedía al participio en el tiempo perfecto. Pero no, tú estabas en otra parte. El tablero, la pizarra, las reglas del idioma no te pertenecían...