Quinto mensaje.
Tenías trece años cuando el maestro de Español explicaba con meticulosidad los usos del gerundio y el participio, pero tu mirada inquieta no podía quedarse en los márgenes de la pizarra. Suplicabas su atención de una manera que quizá ni tú misma comprendías del todo, y entonces lo hiciste. Escupiste en el cabello largo de la rubia que estaba en la banca de enfrente, invitaste a tu prima, tu cómplice, a materializar la travesura. Era una especie de pacto silencioso entre ustedes dos, una dualidad secreta que se volvía visible en ese instante. Ella, vestida de amarillo, te recordó aquel sueño recurrente en el que tus dientes caían uno por uno, y la niña que recitaba el poema Payaso con precisión inquietante.
La risa estalló en tu pecho como una pequeña bomba, mientras el profesor luchaba por atraer tu atención de nuevo al presente, al haber que precedía al participio en el tiempo perfecto. Pero no, tú estabas en otra parte. El tablero, la pizarra, las reglas del idioma no te pertenecían en ese momento. En lugar de eso, vivías entre lo invisible, entre esas predicciones que, desde algún rincón oscuro de tu mente, te llegaban como presagios, como imágenes desbordantes. Cuando pasaste al pizarrón, no solo escribiste mal la respuesta, sino que también pronunciaste incorrectamente el apellido del maestro. Un error tan pequeño, pero que fue suficiente para abrir el abismo que siempre te acompañaba. Desde entonces, te ha seguido esa inquietante sensación de no estar completamente alineada con el momento presente.
No sabes de dónde venían esas voces que te obligaban a cambiar nombres, a renombrar a tus compañeros, a inventarles historias que ni siquiera ellos conocían de sí mismos. Las palabras flotaban como ecos, desafiando la realidad inmediata de la clase. Mientras los demás estaban absortos en las conjugaciones, tú predijiste algo más fascinante: la llegada de pájaros amarillos. Los viste antes de que ocurriera, no en la ventana, sino en ese espacio donde los pensamientos se mezclan con la intuición, con lo inexplicable. Te reías, no por malicia, sino porque adivinar era infinitamente más divertido que prestar atención al presente.
Y entonces, las abejas entraron. Amenazantes. Volaban directo hacia ti, sus zumbidos resonaban como una advertencia personal. Quisiste matarlas, aplastarlas, pero el maestro, con esa voz que nunca lograba penetrar del todo en tu mundo, te dijo que las dejaras en paz. "No las molestes," te ordenó. Pero el sudor frío corría por tu piel, el miedo te paralizó. No era solo el miedo a las abejas, era algo más profundo, más antiguo, una conexión invisible entre esas criaturas voladoras y tus pesadillas. Tus compañeros se reían, se burlaban de tu fobia inexplicable. Y antes de poder procesar todo lo que sucedía, te desmayaste.
Despertaste, pero no en esa clase. Veintisiete años habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. Te encontraste en otro salón, pero ahora eras tú la que llevaba el peso de las reglas gramaticales sobre los hombros. Imitabas, sin quererlo, al maestro de aquel entonces. Ahora te tocaba a ti explicar las conjugaciones, las formas verbales, y hacerlo bien. Porque la responsabilidad era mucho más grande de lo que podías haber imaginado. No era solo una clase de gramática, era parte de algo más grande: La Fábrica de Payasos, un lugar en la Curva de San Lorenzo en Ciudad Juárez. Te habían encargado la enseñanza perfecta, porque los payasos necesitaban trajes gramaticales impecables.
En ese nuevo papel, no podías evitar reír por dentro al pensar en la ironía. Aquella niña de trece años que huía de las abejas, que cambiaba nombres y predijo la llegada de pájaros amarillos, ahora estaba atrapada en una vida estructurada por reglas gramaticales que debía enseñar con precisión. Sin embargo, había algo más. Esa dualidad que compartiste con tu prima años atrás seguía viva, latiendo en cada lección, en cada palabra que se formaba en la pizarra. ¿Qué significaba realmente "ser correcta" en un mundo donde siempre habías buscado escapar de lo que te imponían?
La Fábrica de Payasos seguía su curso, entregando trajes perfectos para quienes aprendían a sobrevivir en una Ciudad Juárez llena de abismos y contradicciones. Pero tú sabías que, aunque te hubieran puesto el traje de maestra, el eco de las predicciones, las voces que te llamaban desde lo invisible, no se irían tan fácilmente