Después de enterrar su colmillo en mi pulgar izquierdo, y con el paso de los meses, ella no se conformó. Regresó para picar mi ambigüedad, clavó su otro colmillo en mi mano izquierda. Antes del juego, se enredaba en mi cuello, en mis entrañas. Sabía hacia dónde me dirigía, pero no me adentré en su llamado. Hacerlo, hubiera significado arrojar por la borda su propio crecimiento. Después de la mordida, corrí hacia la tienda de mi infancia, donde Doña Chelo me esperaba. Observó mi mano inflamada, a punto de reventar por el veneno. Desperté conmocionada, di tres golpecitos suaves sobre mi mano hinchada: “Sana y transforma” —murmuré. En ese instante comprendí, de tajo, que el antídoto para el veneno de la serpiente se encuentra en su propio veneno. Y así, asumí que el enemigo, en otro tiempo, fue un amigo... pero, ¿cuándo? Esa noche volvió. Se presentó vestida de hombre, con un chaleco negro, elegante como nunca. Volteaba el cuerpo, insinuante, sugiriendo que lo acariciara, como solía hac...