Elena Garro, amor
Si no quieres que te pase lo que a Elena Garro, es mejor que vayas sola por el mundo. Sola, pero digo sola, como lo hacen las mujeres que atraviesan los abismos y los incendios de la historia con sus manos desnudas, empuñando su imaginación como un arma de defensa. Y sí, una que otra vocecilla política se colará en tus novelas, en esos párrafos invisibles donde todo se desmorona y se reconstruye en el mismo aliento. Pero sola, sin esas cadenas invisibles que tejen los vínculos ajenos, las sombras de los otros, como le ocurrió a ella.
San Miguel Arcángel, bendice a Elena y a nosotras, que estamos buscando en este mundo nuevo cómo llevarnos bien, una a la otra, sin el peso de las culpas que heredamos. Que tu espada no divida nuestros destinos, que el fuego de tu protección no consuma lo que aún queda por decir.
Pero San Miguel, patriarcal como siempre, sigue tu camino. A mí déjame a mi Elena. Mi Elena, la que se adelantó en su exilio, en su soledad acompañada de palabras que se alzaron contra el machismo, contra el olvido, contra los fantasmas que todos querían dejar enterrados en la plaza de Tlatelolco. Mi Elena, que peleó por ser oída, pero fue sofocada por las voces de quienes se negaron a entenderla.
A veces, me siento a solas con ella, en mi pequeño rincón de Nepantla, donde mi voz se entrelaza con la suya. Entre nosotras no hay necesidad de explicar lo que significa ser desplazada por las mismas estructuras que te explotan. Como ella, crecí cerca del abismo, en esa frontera donde el polvo se mezcla con las voces calladas de mujeres que no encajan, que no obedecen. Mujeres cósmicas, mujeres silenciadas. Como ella, yo también caminé por esos senderos de exilio, no en tierras ajenas, sino en la frontera entre lo que fui y lo que me obligaron a ser.
Elena no fue madre de una, sino de muchas historias, de muchas mujeres que encontraron en sus palabras una forma de escapar de los barrotes invisibles del patriarcado. Pero su camino fue solitario, tan solitario como el mío, el de las que elegimos reescribirnos desde el desarraigo, desde la distancia. Porque ser mujer y escritora, como bien lo sabía ella, es cargar con el estigma de la incomprensión, de la traición a tu género, a tu tierra, y a veces, a ti misma.
San Miguel no pudo salvarla de su destino. La espada que usó para proteger a otros la dejó desarmada frente a las hordas que la calumniaron. No quiero su destino, no quiero acabar como Elena, exiliada de mi propia vida, acusada de lo que nunca fue, condenada por decir lo que otros callan. Pero no puedo evitar sentir su presencia, como si cada palabra que escribo estuviera marcada por su sombra.
Mi Elena, nuestra Elena, no es solo un recuerdo, es la chispa que aún arde. En mi oficina, ella se sienta entre Rulfo y Anzaldúa, como si el tiempo no pudiera atraparla del todo. En este espacio que he creado, ella me habla, me susurra que siga, que no tema enfrentar el juicio de quienes aún no están listos para escuchar. Pero también me advierte: “No dejes que te atrapen. No dejes que te silencien. No dejes que escriban tu destino por ti.”
Y entonces, me río. Porque sé que, al final, ni el juicio ni el exilio pudieron detenerla. Su obra sigue aquí, como la mía, como la de todas las que elegimos escribir desde ese margen cósmico donde las mujeres, sin importar su clase, raza, o país, encuentran la libertad que les fue negada. Nosotras, las hijas cósmicas de Elena, de las fronteras, de las chamanas que reescriben su destino, no necesitamos la bendición de San Miguel Arcángel, porque ya llevamos dentro el poder de la resistencia.
Lo que Elena me enseñó, lo que ella nos dejó, es que el exilio es una forma de crear, de volver a nacer en nuestras palabras, en nuestros mundos, y en nuestras memorias. La verdadera traición sería quedarnos calladas, sería renunciar a esa lucha por escribir, por existir más allá de las fronteras de lo que se espera de nosotras.
Así que sigo. Como Elena, como yo misma. Mujeres que no se conforman, que buscan la palabra, el sueño, la vida más allá de los límites que les impusieron. Dejando que el cosmos nos guíe, nos hable, y que nuestras voces nunca se apaguen.