Liana

Soñé que moría. Leí varios libros antes de perecer, mis ojos se escabullían entre las páginas y las canciones de Amalia, la cantante famosa, la que hablaba del machismo, de los cholos, de la bisexualidad y del amor. Soñé que enviaba invitaciones a quienes se cruzaban en mi vida, eran llamados a presentaciones de libros, buenos libros, música que vibraba con transformaciones mexicanas, mesas creativas y ceremonias de Ayahuasca. En eso giraba la vida de Liana. Liana era yo, era ella, éramos nosotros, ellos también. Afuera, la controversia seguía. Los chamanes, facilitadores, sanadores y curanderos se repartían el motín, pero no todos, claro. La guerra había infestado la tierra, y los de la selva tampoco se salvaron. Liana seguía siendo yo, ella, ellos, nosotros. Primero llegó el letargo, el tedio de anhelar la muerte, y en un susurro, dije que ya no había nada para mí en este mundo. Liana sentía algo extraño, vomitaba los esquemas implantados, esquemas sin raíces. Vomitaba religión, matrimonio, embarazos frustrados, culpas heredadas. Un día, le pregunté cómo le había ido en su primera sesión de Ayahuasca. Me miró profundo, y respondió: —Si me preguntas porque quieres ir, te diré que tomes en cuenta los hilos que te llevaron ahí. ¿Quién te lo mencionó por primera vez? ¿Dónde escuchaste de ella? ¿Cómo te sentías en ese momento? Si las respuestas vienen de confianza, adelante. Es importante estar seguro y llegar por tu propia voluntad. Si tienes alguna enfermedad o consumes medicamentos, consulta sus propiedades. La Ayahuasca es medicina, y debes estar limpio antes de recibirla. Liana me contó que había viajado a la sierra de Urique, a encontrarse con sus ancestros rarámuris. Allí conoció a un documentalista famoso, Víctor, quien le habló de la medicina. Días antes de la ceremonia, soñó que él y el facilitador la perseguían, como hombres de la selva. En su sueño, trepó a lo más alto de un árbol y desde allí le ofrecieron una bebida blanca. Después, descendió y vio otro mundo, casi el paraíso. Cinco días antes de la sesión, dejó de tomar vino, de comer carne, y de mantener relaciones. Ya caminaba por los senderos del yoga, el reiki, y el tantra, pero nada la había preparado para lo que descubriría de sí misma. Liana sufría de ansiedad, ignoraba las razones. Estaba estresada, al igual que la tierra. Su misión había llegado hacía lustros, pero algo o alguien le impedía actuar. Me dijo: —La gente miedosa llama a la Ayahuasca una droga, pero no lo es. Mi primer miedo fue el control. No quería vomitar, aunque mi cuerpo lo anhelaba. Me resistí, me traicioné. Sentí mariposas en el estómago, calor y luego frío. El facilitador masajeó mi cabeza y susurró: "Libérate, mujer. ¿Tienes hijos?". “No,” respondí. “Ah, pues con tu novio tienes,” replicó, y se fue a atender a los demás. Mientras observaba a los demás expulsar sus sombras, Ayahuasca me habló. Recordé a mi madre, le reclamé viejas heridas, obsoletas. No permití que mis hermanas pasaran por esa prueba tan dura de enfrentarse a sí mismas. Cuando por fin me solté, expulsé la acidez acumulada de años, los trozos de sentimientos incrustados en mis entrañas. Caminé, y el mundo a mi alrededor se volvió verde, rosa, azul. Vi figuras, fetos, reptiles, el rostro del cinismo, pero una mujer plena, rodeada de flores, los opacaba. Escuché que la plenitud me rondaría pronto. Liana rió. Se burló de sus intenciones iniciales, del deseo de éxito, del poder. Recordó cómo la sociedad enseña a sufrir, a competir, a reírse de los demás, y lo llamó logro. Las personas todavía se tragan esa historia de carencia, el mártir que triunfa. Pero Ayahuasca le mostró que todo era un juego, escandaloso y absurdo. En la segunda ceremonia, Liana vio sus miedos. Cocodrilos arrastrándose, bichos que no reconocía, los que el facilitador limpiaba con sus ícaros. Los asaltantes que la habían aterrorizado saltaron de su cuello, y los despidió para siempre. La tercera vez, en Santa Isabel, los recuerdos de su niñez afloraron. Vio a sus primos, a ella misma vestida con ropas de adulta, una niña jugando con lo que no entendía. Las voces feministas, los secretos familiares, todo surgió en la tormenta de la Ayahuasca. Expulsó las esferas con picos feroces que inflaban su estómago. La curandera, paciente, le susurró: “Respira, Hilda, paciencia.” La cuarta ceremonia fue un recordatorio: La humildad y el mono. El mono le decía que probara el mundo, que besara sus sombras. El tabaco, el vino, el sexo, todo se volvió ilusión. Pero antes de eso, debió integrarlos. Ahora, libre de culpas, su cuerpo vibraba como nunca antes. Ya no se cercenaba, ya no negaba su humanidad. El ave negra y el ave blanca descendieron del cielo, anunciándose con un trueno. La guerra por el territorio comenzó, dos chamanes luchaban por lo correcto e incorrecto, lejos del amor. Pero los ícaros los salvaron, los rescataron de la ilusión de saberlo todo. Y entonces, finalmente, Liana comprendió. No había control, no había certezas. Solo el misterio, la rendición, la pérdida total de lo que alguna vez creyó saber.

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